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Apenas un cuarto de siglo había transcurrido desde la finalización de la Campaña al Desierto. En 1879, cuando las tropas al mando del General Julio Argentino Roca llegaron al Río Negro (nombre actual de la provincia donde está emplazado el puerto de San Antonio), parte de la Patagonia era aún poco conocida, al igual que la selva chaqueña, una de cuyas porciones sería llamada "El Impenetrable". Entre 1899 y 1904 se rubricaron los acuerdos que fijarían límites provisorios al territorio nacional, todos ellos arbitrados por distintos presidentes de los Estados Unidos y por el Rey de Inglaterra. Si el Estado trazaba un "camino de hierro" en el desierto patagónico mostraba la magnitud positivista y progresista con la que el Estado Argentino medía y desplegaba sus límites y no era capaz de asimilarlos de otro modo ademas, la escolarización obligatoria podía hacer de un ignorante un argentino, según un anagrama posible; Una utopía, la otra frontera a la que llegaba Argentina.

Dos Juan Bautista Alberdi escribió en el siglo pasado: "el ferrocarril, que es la supresión del espacio, obra este portento mejor que todos los potentados de la tierra; el ferrocarril innova, reforma y cambia las cosas más difíciles. Ellos son a la vida local de nuestros territorios interiores lo que las grandes arterias a los extremos del cuerpo humano: manantial de vida".

Domingo Faustino Sarmiento escribió en el siglo pasado: "el caballo ha ejercido la más destructora influencia en el atraso y barbarie que todavía nos alcanza. En el país de las distancias despobladas, en la democracia de los jinetes, el poder, el prestigio, la influencia, pertenecieron al más de a caballo. Y bien señores; el ferrocarril viene a poner término al reinado de los caballos, suprimiendo las distancias que le dieron su preponderancia; uniendo las poblaciones entre sí, por medios tan civilizadores como rápidos, y extendiendo la influencia de las grandes ciudades, con sus gustos refinados, con sus artes y sus hábitos de cultura, haciendo de la campaña suburbios hasta donde llegue una línea de riego, o se alcance a oír el rugido alegre de la locomotora, este caballo de la ciencia, del comercio, de las artes, del progreso y de la libertad. Los ferrocarriles han hecho más por el adelanto de los pueblos que las más profundas revoluciones políticas. El ferrocarril acabará por abolir las fronteras como ha concluido ya con el pasaporte y tantas otras trabas puestas al libre movimiento de los hombres. El vagón de ferrocarril es el nivelador de las diversas clases sociales".

Tres Al norte de la línea San Antonio-Nahuel Huapi solía haber otra trocha, la del Ferrocarril del Sud, que se dirigía desde Bahía Blanca a la ciudad de Neuquén. Algunos documentos de la época referidos a esta línea férrea ofrecen un atisbo a la imagen que la clase dirigente de entonces quería para la Argentina. En octubre de 1896, el miembro informante de la Comisión de Obras Públicas de la Cámara de Diputados de la Nación defiende la incorporación de los futuros quinientos kilómetros de ferrocarril al acopio de miles de durmientes y rieles ya cicatrizados sobre el territorio. Decía el diputado Cantón: "Este ferrocarril incorporará varios miles de leguas a la gran causa de la civilización, abandonadas hoy a la más lamentable esterilidad" (...) "Este ferrocarril colonizador permitirá que en las solitarias y fértiles cuencas del Neuquén y el Limay, donde hasta ayer tan solo se oía el alarido estridente del salvaje, repercutan las armoniosas vibraciones del vapor" (...) "Por doquiera se extiendan líneas férreas, surgen en el acto, como por una especie de generación espontánea, numerosos centros de población con las múltiples manifestaciones de la actividad humana, cual si al depositarse los rieles en esta fecunda tierra argentina se convirtieran en maravillosas simientes, propias de la edad de hierro, que al germinar producen villas, pueblos y ciudades". Las palabras señaladas en itálica suponen ideales europeos.

Tres años más tarde, el 1º de junio de 1899, el Presidente Julio Argentino Roca viajó hacia el pueblo que llevaba su nombre, Fuerte General Roca, a fin de inaugurar la línea férrea del sud. Una semana antes del evento se enviaron víveres destinados a satisfacer a los invitados, debidamente acondicionados en vagones frigoríficos. Se incluyó champagne y cigarros, y un servicio de mozos, uno cada cinco personas. En el tren especial viajaban Roca y algunos funcionarios y diputados, y también Guillermo White, presidente de la comisión local del FCS, y los señores Wibberley, Krabbé, Allen, Thurburn, Runciman, Munro, Cook, Drysdale, Galeay, Paton, Partridge y Loveday. Pero el tren jamás llegó a destino: el Río Negro se había desbordado, forzando a Roca a leer su discurso ante los invitados en medio del "desierto", en un paraje llamado Chimpay. Allí, el General Roca rememoró su antigua epopeya: "Para llegar a la confluencia del Limay con el Neuquén, la división a mis ordenes empleó cuarenta días de marcha continua, atravesando territorios de los cuales se tenían vagas nociones y que la imaginación popular poblaba de innumerables tribus guerreras y de pavorosos misterios" (...) "Justo es recordar en este gran día al soldado argentino que vivió en constante lucha con el salvaje y ha sido como el "pioneer" de nuestros progresos, en el espacio inmenso y cercado por la barbarie" (...) "En tales circunstancias el directorio del F.C.S. tendió los rieles de Bahía Blanca al Neuquén, con una celeridad sin ejemplo entre nosotros. Este es un nuevo y hermoso testimonio de los beneficios que debe el país al capital y al genio emprendedor de los ingleses".

Nuevamente: el encadenamiento de las palabras señaladas en itálica arrastra un protocolo de operaciones, el preámbulo ideológico de la imaginación técnica argentina. Si el desierto era vértigo natural, desperdicio en manos salvajes, y rival político, el hierro empalmado a la fe en el progreso clausuraría sus misterios. Luego, ya no habría indios sino enormes estancias; tampoco barbarie: "pioneers" inseminarían a la virgen. Medio siglo después, los ferrocarriles serían nacionalizados y estatizados. Y más tarde aún serían nuevamente privatizados. Y clausurados. También efecto tardío del darwinismo social que en medio del desierto fuera celebrado por Roca y sus invitados ingleses. Ya no hay trenes, hay redes informáticas. Pero es lo mismo; el impulso y el discurso poco han cambiado. El imaginario tecnológico actual de las elites dirigentes argentinas, de sus castas intelectuales, de sus gremios periodísticos y de sus opositores "al modelo" no se nutre tanto de la aspiración legítima a un mayor confort sino de la obsesión moral que ya hace mucho tiempo viene orientando a la autoestima local: la modernidad a toda costa, conseguida por las buenas, si es posible, y siguiendo un atajo de ser necesario. La generación del '80, Irigoyen, la Década Infame, Perón, Frondizi, Videla, Alfonsín y Menem han sido sucesivos abanderados que velaron junto a la pica que la modernidad tecnológica clavó en el Río de la Plata. Y los ramales por donde se desplegaron sus metas fueron hilados desde la plaza fuerte que es, además, el artefacto que mejor representaba a la idiosincrasia argentino-moderna: la Ciudad de Buenos Aires, fantasía eréctil, órgano eyaculatorio. Aquellas palabras oficiales en bastardilla están sexuadas, son seminales, machas, y revelan que en las fantasías eróticas del Estado argentino prospera el sadismo. Y el racismo. La violación, el ultraje, la inseminación artificial. La marca a hierro. Una cadena oculta vincula esta pasión por el doblegamiento del otro con el Penal de Usuhaía, y a éste con la Escuela de Mecánica de la Armada, donde carne argentina era tirada a la parrilla.


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